Tuve hace años a un profesor, de Química y Bioquímica de los Alimentos, de esos que merece la pena recordar aunque haya olvidado su nombre. Es más, se merece el apelativo de maestro.
Bajo, tirando a regordete, gafas, barba, incisivos prominentes. Un ratón de biblioteca fue lo primero que pensé cuando lo vi por primera vez unos años antes, en otro centro, aún profesor en prácticas.
Pero ese primer día de clase llegó puntual, se cuadró, se presentó educadamente y estableció las pautas de la asignatura. Cómo iba a ser, qué iba a valorar, lo que iba a hacer y lo que esperaba de nosotros. Cumplió a rajatabla.
El “ratón de biblioteca” tenía una voz clara y agradable, se expresaba con confianza y destilaba una mezcla de conocimiento y curiosidad. Mis prejuicios no llegaron a la segunda palabra.
Durante un cuatrimestre disfruté de su asignatura. Impartía sobre un tema que desconocía, pero lo hacía de un modo que despertaba mis olvidadas ganas de aprender. No ir a sus clases era un lujo que no me quise permitir ni una vez y cuando llegó el turno de preparar los exámenes lo que no me faltó fue motivación para estudiar. Saqué un 10 en prácticas, un 0,3 de intervenciones en clase y un 7, 4 en la prueba escrita para completar un 8,7 y acabar con el sobresaliente del que me siento más orgulloso de mis años en la universidad.
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