Era un domingo hacia el invierno, uno de esos días de noches largas y tardes cortas. Tocaba volver a casa después de un buen fin de semana. Daban mal tiempo y frío, incluso nieve, pero no era algo que me preocupara, porque al fin y al cabo aquí raro es que pase de anécdota. Sin embargo la autovía atravesaba algo de montaña y yo no tenía demasiada experiencia, así que cierta preocupación rondaba por mi cabeza.
Salí de la ciudad y me encontré a oscuras con el frío y la lluvia. Iba mirando de reojo el termómetro. Cero, menos uno, menos dos, menos tres… de ahí no pasaba. Nada grave, pero suficiente como para levantar el pie del acelerador e ir con calma. No era el momento de ir con prisas ni de andarse con probaturas.
Se fue complicando la cosa a medida que me alejaba de la costa y el trayecto se empinaba cada vez más y más. En un momento indeterminado empezó a nevar.
¡Qué bien, me encanta la nieve! Bueno, no tanto a la hora de conducir.
Pero seguía y seguía, y los copos se iban haciendo cada vez más grandes y espesos. Y es que sí, es muy bonita, pero quita mucha visibilidad y fiabilidad a los neumáticos y la sustituye por inseguridad. Un rato después me encontraba casi en esa escena de película en la que las cosas se han torcido tanto que directamente estallan. Allí, hacia mitad de montaña, completamente solo y un tanto indefenso, con la única luz de los faros del coche, en una zona en la que sabía que había tres carriles y vagamente distinguía los muros, me adentraba en una masa blanca.
¿Qué pasaría?
Este es mi segundo #relatosNieve para Divagacionistas