Apenas el leve zumbido machacón de la máquina, lejos, rompe el silencio. Fuera, ni el menor de los ruidos. Nunca tan evidente fue el efecto del toque de queda.
La noche domina estas horas, de calma y oscuridad.
Aparentemente nada pasa y nada se mueve. Disfruto el momento de paz en el que la imprescindible vista pasa a un extraño segundo lugar. Apenas pellizcos de luz dan cierta forma a las cosas. En este entorno de sombras es el oído, el más desarrollado de mis sentidos, quien impone su ley. Y me gusta.
Nada pasa sin que este radar, en estos momentos omnipotente, salte y me ponga en alerta.
Camino lento, midiendo mis pasos y manteniendo el silencio. Ni suspiros, ni choques. Todo lo conozco y todo está donde debe. Pese a todo, cauto, me muevo con los brazos separados y las palmas de las manos abiertas. Nada me sorprende.
Repaso la puerta de entrada, con sus llaves bien colocadas e inmóviles. Me deslizo por el pasillo, evitando el mueble y los marcos.
Llego a la puerta de la cocina que, traidora, suele abrirse con un quejido delator. La desplazo con mucho cuidado y evito cualquier problema. El destello tenue del horno aporta el mínimo de luz que hay en la sala, insuficiente para distinguir formas pequeñas o colores.
Entre sombras y negros, alcanzo el microondas. Sobre el se encuentra el objeto de mi misión: localizar un pañuelo en concreto. Afino mis sentidos para identificarlo, sin demasiado éxito.
En ese instante, justo a mis espaldas, lo suficientemente cerca como para tocarme, suena una voz que parece salida de la nada: ¿Qué haces?
De tan confiado que estaba en mis defensas, a mi, el rey de la noche, me invade la sorpresa. Mi cuerpo apenas tiene tiempo para contraerse y quedarse completamente paralizado. Mi garganta, seca como si jamás hubiera salido de ella sonido alguno.
Este es el #relatosSorpresas de @divagacionistas de abril de 2021, espero que os guste.