Algo que sin duda dan los años es perspectiva. Sutil a veces, grosera tantas otras.
Permite darle tantas vueltas como quieras a los asuntos, lo que no tiene por qué ser bueno. Con todo, una de sus aplicaciones es analizar las distintas etapas de tu vida. Normalmente lo que las define es un acontecimiento que dejó huella, un golpe, por ejemplo.
Recuerdo un día en la cocina. Estaba buscando algo de un armario, calculé mal y del cabezazo hasta reboté. Se saldó con un traspié y un chichón considerable en la frente.
Otra vez, en los coches de choque. Coincidió que nos embistieron lateralmente justo cuando tenía el brazo pegado a una pierna, junto al borde. Sin más, me dolió la muñeca unos días.
O el día de la bicicleta. Casi casi parado tropecé con la rueda delantera en el bordillo de una acera y caí de frente. Quedara algo tocado el casco y el sillín, pero no tuvo mayores consecuencias.
Muchas ha habido de estas, anécdotas.
Sin embargo aquellos días de vacaciones fueron distintos. El segundo día salí de la piscina, me puse las chancletas, corrí a buscar las gafas y la toalla, resbalé y me caí. Nada más. No iba a velocidad supersónica, no me atropelló un tren de mercancías, no me despeñé. Simplemente me fui al suelo y me hice daño ¿qué tuvo de especial?
El calzado roto, dolor intenso y duradero en el pie.
Tiempo después me enteré de las consecuencias, una fractura en un dedo de un pie, la primera vez que me rompía un hueso.
Más allá de la curiosidad para mi fue el inicio de otra etapa, la señal de que cualquier día, en cualquier momento, algo banal te puede cambiar la vida . La aceptación de la propia fragilidad, de que todos tenemos un final.
Con estas líneas participo en el #relatosHuesos de @divagacionistas.