Hace un porrón de años, en una asignatura de la que no tenía ni base ni la menor idea, me encontré con un problema ineludible: Había que salir al campo, en grupo, tomar una serie de datos de una parcela con instrumentos y luego hacer un trabajo por escrito en el que se representaba dicha parcela. El itinerario se llamaba.
Era algo importantísimo, porque sin el trabajo no podías aprobar y además había una parte específica del examen dedicada al itinerario de marras.
Para colmo, impartía la asignatura uno de esos señores que se ganan tu antipatía de las que perduran ya desde el primer instante.
Cuando por fin nos pusimos manos a la obra nos dimos cuenta que -oh, sorpresa- los datos no cuadraban o directamente faltaban. Lo habíamos hecho mal, como todos. Pero había truco, extrapolar.
Truco, todo un método bien razonado y con sus reglas, consistía en que a partir de unos datos razonablemente fiables, explicando a lo basto, te inventabas otros intermedios. Y te quedabas tan ancho.
En su momento me chirrió bastante el asunto, pero de aquella todo iba de hacer lo que quisiera el profesor de marras para sacar la asignatura y lo otro quedaba para más tarde.
Así fue, se aprobó la asignatura y a otras cosas.
Pasó tiempo, y más tiempo, y aún más tiempo, y al leer lo de Camino en Divagacionistas me acordé otra vez de lo de extrapolar. Porque parece que lo de andar el camino consiste simplemente en inventar uno. Y con estas lo que parecía un tema que despertaba un montón de ideas se ha convertido den un #relatosCamino bastante menos florido de lo que esperaba.
