Uno de mis placeres culpables de antes de acostarme es preparar las cosas para el día siguiente sin encender más luces de las necesarias, preferiblemente sin ninguna.
Supongo que es, en cierta medida, como proclamar vientos que he vencido a ese miedo infantil a la oscuridad.
También es, a su manera, un juego. Un juego que consiste en recordar la casa sin referencias visuales, una manera de moverme entre el silencio y el tacto, calculando distancias y obstáculos.
No tengo explicación racional a por qué me gusta, pero me gusta.
-Cierto es que a veces me como un obstáculo (una silla, el marco de una puerta o simplemente algo con lo que no contaba) y trato de al menos no despertar al vecindario con un grito de dolor-
Pero como todo juego, tiene sus trucos, sus trampas, y una evidente está en la negrura.
Nunca es completa.
Entre los hoyuelos de una persiana, a través del reflejo de un reflejo, o el simple piloto de un electrodoméstico, la luz siempre encuentra camino y la oscuridad no pasa de parcial.
Hasta en una habitación cerrada por completo se cuela algo por el quicio de una puerta o bajo esta.
Da igual cuanto la evites, siempre llega algo por el que te puedes orientar.
Incluso cuando te aislas donde no debe llegar esa luz y buscas con insistencia la oscuridad cerrando los ojos notas como pequeños destellos.
La oscuridad nunca es completa.
Será por las horas, o porque el tema da que pensar, pero me cuesta no hacer una analogía con la vida.
Este relato participa en el #relatosNegro de Divagacionistas