Salí de casa. Tenía prisa. Enfilé rápidamente la dirección y me puse a caminar.
Voy ajustando el ritmo y las sensaciones.
Calle larga que me lleva hasta el centro. Acera de la derecha, pero orientado hacia el borde para poder pisar el asfalto en caso de necesidad y tener mayor libertad de movimientos.
Me veo obligado a parar en un semáforo que hay un poco después y al arrancar de nuevo tengo que acelerar para compensar la pérdida de tiempo.
Ahora un cruce sencillo antes de la capilla, me olvido del primer paso de cebra que siempre me ha dado mal rollo y cruzo en el segundo, unos metros antes del que además tiene semáforo.
Es un camino que he recorrido infinidad de veces, en el que cada mirada y hasta cada paso tienen su razón de ser.
Alzo la vista por si acaso y automáticamente me llama la atención.
Está de espaldas al tráfico, despistada completamente, un poco después de ese primer cruce que no me gusta por algo. Ahí los coches ya vuelven a ir rápido y aunque la calle esté limitada a 50 el riesgo es evidente.
Mal rollo.
Mantengo la marcha y a ni dos metros se desencadena la tragedia.
Me sorprende un coche por la izquierda, cerca, demasiado cerca, y me causa inquietud. No he sido al único.
Ella, por primera vez, se da cuenta de la situación. Tarde. Es consciente de que resulta completamente invisible para el coche y con la mayor urgencia trata de alcanzar la acera, a apenas un metro. Tal vez podría llegar. Pero entonces me ve, casi en paralelo, duda y vuelve hacia la carretera.
El morro del coche la golpea y cae sobre el borde. Tampoco habría importado, pero el conductor no hace ni el amago de parar.
Tiene un costado deshecho, la sangre la empapa y le da un aspecto aún más dramático. Jamás pudiera haber imaginado que de un cuerpo tan pequeño pudiera salir tanta sangre. Alza la vista sabiéndose condenada y ni dos segundos después muere ante mis ojos.
Poco después proseguí mi marcha, visiblemente conmocionado.
Este es mi primer #relatosSangre para Divagacionistas de este mes, espero que os guste.
